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Acto de magia en el partido Sporting Cristal – América de Cali

Abr 28, 1999 | EL RIMENSE

Por Alberto Benza

Miércoles 28 de abril de 1993. Sporting Cristal, en los cuartos de final de la Copa Libertadores, enfrentaba al eterno finalista de la Copa, América de Cali (1985, 1986, 1987 y 1996). Cristal había logrado empatar con dos goles de «Bimbo» Ávila en el estadio «Pascual Guerrero», un episodio futbolístico que seguramente el defensa celeste recuerda como el más importante de su vida.

Ese día, tenía que dejar todo listo para ir al Estadio Nacional. Salí volando de la universidad rumbo al estadio. No había tiempo ni para la enamorada, porque jugaba Cristal. Mi vida giraba en torno al equipo de mis amores. La enamorada podía esperar el fin de semana, pero mi amor por la celeste era una obsesión. Cuando jugaban los cerveceros, mi vida se dividía en dos: por un lado, el resto del mundo; por el otro, Sporting Cristal y yo.

Esto siempre nos pasa a los hinchas: cuando uno está desesperado por llegar a ver a su equipo, es como si se le fuera el avión. Después de un viaje en combi que me pareció eterno, llegué al cruce de Javier Prado – Arequipa y de ahí al Coloso de José Díaz. Me sorprendí al ver que el Extremo Celeste había entrado. No estaba mi amigo Paco Guerrero (compañero de colegio), tampoco José Cano (Rompebanca).

En mi desesperación, compré una entrada de reventa para la popular, quedándome sin pasajes para la universidad por el resto de la semana, pero no importaba. Valía la pena el sacrificio para acompañar a mi cuadro cervecero.

Logré entrar a la popular y, sin exagerar, debe haber sido el partido que más gente llevó Cristal al Nacional. Ni la semifinal del 97 con Racing, ni la final con Cruzeiro se comparan. Ese día, el estadio reventaba y afuera los revendedores hacían el negocio de su vida.

Entré apresurado y las bocas de ingreso del estadio estaban copadas. «¿Y ahora qué hago?», me pregunté. Subí a la parte superior de la tribuna popular. «Bueno, en el entretiempo bajaré al medio de la barra», dije. A lo lejos, divisé a mi amigo Paco cerca del alambrado que separaba la tribuna de la cancha.

Con el rabillo del ojo, noté algo extraño en los alrededores. Mientras toda la barra saltaba, cantaba y aplaudía, había alguien, una sola persona en la tribuna que no se movía. Era imposible que una estatua estuviera sentada en la tribuna, y mucho menos al lado de la barra. Algo no cuadraba. Era como ver a Barney en una película para adultos.

Entonces, le puse atención. Era un flaco, vestía pantalón azul y polo celeste. Se le notaba desencajado, desorientado. ¿Qué partido estaría viendo? Me percaté que su color no era natural. No era blancura, era palidez. Intenté hablarle, pero no recordaba ni su nombre. Estaba malísimo, temblaba como un perro chino. «Este se ha fumado la que mató a Jimi Hendrix», pensé.

En el cuadro del América de Cali sobresalían Fredy Rincón, Leonel Álvarez, Jorge «Polilla» Da Silva, Antony «Pitufo» de Ávila y un conocido de la casa, Javier «Pelado» Ferreira, con algunos cabellos más que cuando fue contratado por el cuadro de La Florida.

Pero Cristal también tenía lo suyo: Pedro Garay, Olivares, Marquinho, Palacios y Julinho. Esa noche, Cristal iba perdiendo 3-0. Faltaban 15 minutos para que terminara el encuentro y los celestes no bajaban los brazos; seguían luchando por descontar el marcador adverso.

Cristal reaccionó. Jorge Soto desbordó y soltó un pase magistral a Julinho, que empalmó hacia el arco de Comizzo 3-1. Todo el equipo cervecero peleaba minuto a minuto.

En el entretiempo, quise moverme hacia el medio de la barra, pero era imposible. Terminé cerca del alambrado con mi amigo Paco. Curiosamente, fui de extremo a extremo, pero no importaba, seguíamos alentando. Los celestes eran once obreros. Y claro, estaban jugando contra un equipo experto en llegar a las instancias finales de la Copa Libertadores.

No habíamos terminado de gritar el gol de Julinho cuando el garoto nos sorprendió con otro gol. En un centro hacia el área de Comizzo, Maestri pivoteó para que Julinho, con un potente disparo, marcara el 3-2 definitivo.

Todo el Estadio Nacional estalló de algarabía. Todos gritaban en coro «¡Perú, Perú, Perú!». Y era cierto, en ese momento Cristal representaba a nuestra patria. Con Paco observamos al Extremo Celeste desde abajo y era un éxtasis total. Pero al lado de la barra, pudimos ver a un joven desplomarse, y enseguida lo reconocí.

Era el joven pálido que había visto en la parte superior. Una lástima, estaba convulsionando, pero pocos se habían dado cuenta. La gente seguía alentando a Cristal para conseguir el ansiado empate. Subimos al alambrado con Paco y gritamos a los paramédicos de la ambulancia. ¡Pero qué nos iban a escuchar! Para colmo, los paramédicos nos hacían señas pensando que los invitábamos a unirse al aliento de la hinchada celeste. Mientras tanto, los solidarios barristas lo iban bajando de mano en mano; era una camilla humana que lentamente lo hacía descender. Cuando llegó a mi lado, me dispuse a ayudar.

El pobre muchacho tenía una billetera apretada entre los dientes. Al instante, me di cuenta de que era víctima de un ataque de epilepsia. Pero los paramédicos seguían concentrados en el partido. Los llamábamos y nada. Imagínense, eran los últimos minutos del encuentro y Cristal buscaba el empate, así que era imposible que nos escuchen. Un señor de la tribuna dio la solución:
– ¡Súbanlo al medio para que los paramédicos se enteren de que este muchacho está convulsionando!

Ahí mismo, con Paco y otros amigos, lo levantamos para que lo pasaran al medio. Por fin, la ambulancia arrancó y se acercó a la tribuna. Ayudamos a los paramédicos a colocarlo en la camilla para llevarlo al hospital. Pero grande fue mi asombro al ver que, cuando estaban acomodando al joven en la camilla, su billetera había sido cambiada… ¡por un cartón de leche Gloria!

Esa noche, el pobre muchacho se salvó con su cartón en la boca y Cristal salió entre vivas y aplausos. No exagero al decir que todos los asistentes los seguían ovacionando. Ya no gritaban «¡Perú, Perú!», sino «¡Cristal, Cristal, Cristal!». El cuadro rimense había dejado todo en la cancha. Esa noche, la gente no dejó de aplaudir, agradeciendo el coraje que habían puesto los celestes para luchar hasta el final. Lo sentíamos como si hubiera sido una victoria. También nos sorprendimos al enterarnos de que había un mago entre los barristas.

Porque solo un mago transforma una billetera en un pedazo de cartón.

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