Por Alberto Alarcón Olaya
Lo que es la vida. Nunca entré a un estadio y jamás leo en los periódicos las páginas dedicadas a los deportes. Cada domingo, cuando mi hijo Ernesto sale a comprarme el diario, lo primero que hace es separar la sección dedicada al fútbol y deshacerse de ella. «Lo hago para que no llenes la papelera en casa me dice sonriendo», me dice sonriendo.
Al estadio de Talara, ciudad donde nací nunca entré. El estadio Nacional de Lima, lo conozco solo por fuera, pero cuando voy por allí trato de no mirarlo.
Con el Mansiche, aquí en Trujillo, me pasa igual.
¿Qué cómo se llama esta fobia? No lo sé.
Lo que sí sé es cómo se acunó en mi espíritu, sin que pueda dominarla, hasta hoy.
Yo tuve un hermano; se llamaba Bienvenido. Se marchó de este mundo a los diecinueve años, cuando yo apenas había cumplido siete. Era hincha del Sporting Cristal. Y por él, yo también. A la sazón las relaciones de los hijos varones, Bienvenido y yo, con nuestro padre eran muy malas. Manuel, tal era su nombre, era un cuenco de barro en el que nunca había caído una gota de ternura, y era incapaz de ofrecerla. Nos trataba con una aspereza sin nombre, pero sobre todo a Bienvenido. A mi edad, solo sentía que mi alma se iba llenando con un humo negro, insoportable. Más tarde me enteré de que tal sentimiento se llamaba odio. Logré superarlo (porque siempre es bueno hacerlo) a los 65 años de mi edad y cuando ya mi padre había muerto.
La vida de Bienvenido era una sombra. Se ganaba la vida haciendo de todo: ayudando a instalarse a los circos que llegaban a Talara, pescando en las todavía celestes aguas del puerto o, como en cierta ocasión, calafeteando una nave de totora llamada Kantuta, que atracó en nuestro muelle, en rumbo a la Oceanía para demostrar el milenario contacto entre América y aquel mundo.
Con lo poco que ganaba, Bienvenido compraba mi parafernalia futbolera. Ni siquiera para él. Todo era para mí.
Cada mañana me vestía con el uniforme de nuestro equipo. Recuerdo mi polo celeste con su escudo del Sporting Cristal, mi trusa blanca y mi gorro de goalkeeper (así le llamaban al guardameta por aquel entonces). Y la pelota, con su perfume de cuero, desgastada por el uso y por el tiempo. No faltaban las rodilleras, el suspensor (por si acaso un pelotazo en los crisantemos) y las zapatillas con toperoles.
Salíamos al postigo de nuestra casa; y allí, mientras el sol calentaba y bandadas de gaviotas atravesaban el cielo talareño. Bienvenido me preparaba para que yo fuera, con el tiempo, el mejor guardavalla del mundo. Me gusta volar. Él me decía que los arqueros volaban, y era cierto. Me mostraba unas láminas con fotografías de arqueros haciendo voladas espectaculares. Dos de los eran Lev Yashin, más conocido como «La araña negra», y el italiano Dino Zoff, que jugó incluso pasasdos los cuarenta años. Hasta ahora conservo entre mis papeles unas fotos de las voladas de manos arqueros. Y guardo también una que, a mis cincuenta años, me regaló Carlos «Chino» Domínguez donde se ve a un arquero en el aire, a por lo menos metro y medio de altura y en forma horizontal. Increíble.
Uno de nuestros vecinos era el señor Rolando Agurto, directivo principal de la UDT (Unión Dportivo Talara). Un día acoderó en el muelle del puerto uno de los tantos buques cargueros que se llevaban nuestro petréleo. Era un carguero inglés. Al día siguiente, don Rolando Agurto recibió un mensaje de la Capitanía informándole que la tripulación del buque de marras solicitaba cordialmente un encuentro futbolísitco con el seleccionado de la UDT. El señor Agurto aceptó gustoso. «Muchachos —les dijo a sus pupilos— a esos pichiruches gringos hay que darles como a mula tucumana».
El encuentro se llevó a cabo el domingo en el estadio de Talara. Sol abrumador, gritos eufóricos de la hinchada talareña. Allí estuvimos Bienvenido y yo. El árbitro fue don Jack Rojas, que además era boxeador (por si acaso). Desde el inicio, los ingleses demostraron dominio absoluto del balón, de modo que el primer tiempo terminó 8 a 0 a favor, y en el segundo batieron el arco local tres veces más. Score total: escuadra inglesa: 11, UDT 0. «Carajo —maldijo don Pedrito Medina, apodado «Don anteojitos» —es como si no hubiésemos tenido arquero».
Al día siguiente, lunes, don Rolando Agurto se enteró, por el propio, capitán del puerto, que los jugadores ingleses no eran simples «pichiruches», como el jefe de la UDT había supuesto, sino que se trataba de la Selección Nacional de Inglaterra que se dirigía a México donde sostendría un encuentro internacional con un equipo de su fuste. Había tomado ese barco por razones de avería del suyo y por la premura del tiempo.
Lo que me intrigaba de Bienvenido era la gran cantidad de gatos que criaba. Me intrigaba hasta que llegaba la temporada de circos. Los ataba a todos y se dirigía al lugar de carpas. Hablaba con el administrador y luego de un pago, los gatos pasaban, chillando, uno por uno, a las fauces de los leones.
El dinero lo invertía en un nuevo uniforme de Sporting Cristal para mí y en una pelota nueva.
Una mañana, me despertó para mi entrenamiento diario. Se sentó en el filo de la cama y en el momento que se agachó para anudarse los zapatos, cayó de golpe al suelo. Pensé que estaba jugando como cuando me ponía yo a cabalgar sobre sus hombros.
Pero no. Había muerto. Mamá entró a decirnos que el desayuno estaba listo cuando lo vio. Nunca olvidaré su grito de asombro y de dolor profundo. Creo que mamá Genara no logró nunca sobrepasar la valla de esa muerte. Cada vez que yo veía su rostro, sentía graznar sobre él al tristísimo búho de la ausencia.
Bienvenido, además de mi hermano, era mi padre. Me gustaría ahora volar hasta el arcano donde él habita, atrapar el balón de la luna, y regalarle su luz. Toda esa luz que él me dio mientras vivía.
Es por todo eso que tengo fobia a los estadios y a las páginas de los diarios dedicadas al deporte. Lo digo con pena porque sé que no pocos de mis colegas, poetas y escritores, son devotos y hasta cantores del fútbol. Perdón, Juan Parra del Riego; perdón, Eduardo Galeano.
Tomado de la antología: Tiro de esquina (02/02/2023).
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